Mirar y ver: el símbolo del ojo (a propósito de "El ojo y el tiempo", de Dolors Alberola)
El ojo con que te miro/ no es ojo porque te mira,/ es ojo porque te ve, dice Antonio Machado, cuyos poemas breves, que él titula Proverbios, están impregnados de símbolos; símbolos inquietantes, a mitad de camino entre el esoterismo y la filosofía, que él acerca al lector, por medio del lenguaje poético, mostrándole una vía iniciática, una mirada nueva y, en consecuencia, una nueva visión de la realidad. Para desentrañarlos es preciso mirar. Sin embargo, tras lo obvio de la afirmación precedente se esconde una pregunta: ¿todo el que mira ve? El hecho de mirar constituye, sin duda, un acto voluntario, en el cual un sujeto dirige sus ojos a un objeto. Cuando los posa en él, la mirada se convierte en visión. ¿Dónde radica, pues, la diferencia? La mirada, percibe, simplemente; la visión, aprehende. O dicho de otro modo: mediante la mirada, captamos las señales de las cosas, su mera perrección; la vista, sin embargo, usa como canales esas señas de los objetos para captarlos, primero, y adentrarse en su esencia, después. La mirada es un acto sensorial, que percibe los signos externos, en tanto la visión abre un cauce al conocimiento intelectual. Pero, el ojo ¿qué mira? ¿qué ve? Se plantean de nuevo los problemas fundamentales de la filosofía: ¿qué es la realidad? ¿qué aprehendemos realmente? Mientras, acaso en vano, buscamos la respuesta, otra cuestión nos asalta, a saber: si existe una verdad o realidad más allá de los límites de nuestras percepciones y si, en el caso de que existiera, alguien puede tener conocimiento de ella o sea el inconsciente colectivo, la gran conciencia de un hombre en marcha, lo que tiene asignada esa meta ontológica, a modo de un gradiente epistemológico que, en un momento determinado, nos franquease el acceso a aquella verdad. Será tal vez por ello que, en la propia simbología judeocristiana, el ojo, enmarcado por el triángulo, representa a la divinidad, para quien, siendo uno pasado, presente y futuro, el movimiento está contenido en la eternidad y, de esta manera, tanto la materia prima de las cosas como la forma sustancial de las mismas, constituyen la esencia de la omnisciencia divina y, por consiguiente, su conocimiento podría definirse como una eterna contemplación. Y contemplar, ¿qué es? En una primera aproximación, el término que materializa el concepto proviene del latín contemplor, que significa mirar atentamente, y es palabra compuesta por cum y templum, voz ésta última que, diacrónicamente, ha acabado especializándose como templo, es decir, recinto sagrado o santuario, como en sus orígenes griegos (>témenos, templo), pero que, en un momento determinado, y por su relación etimológica con el verbo témno, cortar, designaba el espacio delimitado en el cielo (también en la tierra) por el augur para interpretar y formular los presagios. Templum, por extensión, es el cielo, en su totalidad, o al menos el espacio que se puede abarcar con la vista. En el caso que nos ocupa, está claro el significado: el Creador, circunscribe la realidad, lo que es. Sin embargo, lo que es ¿no está acaso contenido en el que es? No sería, pues, osado afirmar que el acto de la mirada divina otra cosa no sea sino pensarse a sí mismo, aprehendiendo la esencia del Ser. Se trataría, por tanto, de un pensamiento y un conocimiento actualizados continuamente o, dicho con más propiedad, inmovilizados en la mente o pupila divina, que les ha conferido su perfección. Pensamiento, lenguaje, mundo físico, confluyen en el símbolo del ojo, hasta el punto de que, según Juan Carlos Daza, representa, inscrito en el Delta o triángulo, al Sol –plano físico- de donde emana la vida y la Luz; al Verbo o Logos, en el plano intermedio o astral; y en el plano espiritual, a la propia Divinidad. Así, pues, El ojo con que te miro/ no es ojo porque te mira,/ es ojo porque te ve. La mirada, por tanto, es activa y asume lo creado en un doble punto de vista que, dando crédito a las teorías de Ferdinand de Saussure, podemos denominar sincronía y diacronía, donde el primero nos remitiría al concepto de palabra en el tiempo, tan machadiano, y el segundo a la idea de poetry in motion, poesía en movimiento, miren qué cosas: el título de una inolvidable canción que popularizó el Dúo Dinámico, pero también –y esto es lo que nos interesa- el de una antología bastante polémica que, allá por el año 1966, publicó Octavio Paz, aplicando criterios rigurosísimos y cuestionando todas las nociones que, hasta aquellos momentos, habían sido certezas. Tradición no es repetición sino movimiento, decía; un movimiento revelador de ese espíritu de aventura y exploración, sin el cual la poesía sólo tendría pasado. Aquella histórica controversia entre Heráclito y Parménides también incumbe a la literatura; y, si nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, tampoco la obra poética es siempre la misma ni tampoco el autor ni, por supuesto, la mirada de los lectores, aunque algo esencial permanezca, más allá del espacio y el tiempo. Al llegar a este punto, creo haber puesto sobre el tapete los ingredientes básicos de este libro, El ojo y el tiempo, que hoy nos trae Dolors Alberola, acreedor a uno de tantos premios con que en este país, en este paraíso de las migajas –en palabras de Antonio Rodríguez Jiménez-, se castiga el talento, por paradójico que parezca, condenando al poeta a una estúpida romería de concurso en concurso, al albur de jurados, no siempre competentes ni neutrales. Corramos el telón. El ojo y el tiempo, publicado en Madrid por Vitruvio, constituye en primera instancia una metáfora del arte, a través del cual es posible aprehender el devenir y atraerlo a un presente que lo proyecta a la eternidad. De este modo, el amor, la experiencia, la historia, trascendiendo sus propias coordenadas espaciales y temporales, se ofrecen a la mirada del hombre de todas y cualquier época, gracias a la pintura, la música o la propia poesía. Como en toda metáfora, la imagen nos remite a un término real que, en el caso del ojo alberoliano, posee una doble vertiente, pues si, por una parte, nos remite a lo eterno que contempla –y contiene- el devenir, por otra, necesariamente, nos emplaza en un punto o instante del movimiento, desde donde la autora contempla –porque viaja a bordo de ella- la eternidad. De este modo, Dolors Alberola, trasciende su constante obsesión de anular el espacio y el tiempo en el poema, mediante el procedimiento de reemplazarlos por la imagen perdurable de sí, es decir, por el arte, signo, señal e indicio de cuanto está sometido a los avatares de la dialéctica y, a su vez, participa de lo absoluto. Hegel y Marx, pero también Heiddeger y, sobre todo, el segundo Witgenstein, fraguan el hormigón metafísico de este libro, y el arte, significante y significado de valores universales, comparece en el texto como correlato objetivo, a la manera de T. S. Eliot, que nos conduce a historias de la Historia, a sucesos de un yo que va creciendo hasta mudarse en ente colectivo, mientras va la poesía vaciando su aljibe y el peplo de Penélope tejiéndose, a la sombra de un olivo que arde en la memoria –o en la retina- de quien regresa a Ítaca, tal vez la zarza bíblica, lo que arde sin consumirse, lo que se mueve sin dejar de ser. Y, como el arte tiene un poder mágico –según puede leerse en la cita inicial de Alda Merini-, Alberola, estudiosa de la alquimia y lectora conspicua de Athanasius Kirscher, selecciona sus ingredientes con minuciosidad y los mete en el alambique, sabedora de lo que hace. Así, sobre la piedra angular –y tutelar- de Cernuda -la que guarda en su mano el envidioso y la que, condenado, arrastra Sísifo-, elabora sus mitos la poeta y les asigna un nombre conveniente: Gamoneda, Sir Lawrence Alma Tadema, Chopín, Lewis Carroll, María Zambrano, Ibn Zaydun, Dante Gabriel Rossetti, Rodin, Modigliani, Burne Jones, Juan Ramón Jiménez, Gustav Mahler, Leonor Fini, Henri Matisse, el anónimo artífice de Lascaux..., quienes, más que presencias culturalistas, son otras tantas llaves que nos abren las puertas de su tiempo para acceder por ellas a otra visión más noble de las cosas o al ángel que me arranca/ de la luz señalando/ su propio paraíso impenetrable. La utopía, como telón de fondo –mejor que decorado- confiere a la temática de cada poema un aura de imprescindible ensoñación, coherente con la estética de la autora, que apuesta una vez más por la belleza, sin menoscabo de la vigorosa expresión que tiene acreditada: versos medidos escrupulosamente, imágenes brillantes, discreta adjetivación y un cierto surrealismo, contribuyen a resaltar un discurso poético que, profundo, se abre cada vez más a la vida. La propia Dolors Alberola persevera en afirmarnos que El ojo y el tiempo es, ante todo, un libro de amor. No es verdad, si nos atenemos a los clichés de género, evidentes en textos amatorios, aunque no cabe duda de que nos encontramos ante una exaltación del Amor con mayúscula, del amor en todas sus formas y manifestaciones, de las que la más alta es, sin lugar a dudas, la que se manifiesta en la creación. El ojo y el tiempo es un hermoso canto a la creación, a través de la cual el amor del creador, del artista, genera nuevos mundos. Alguien dijo una vez que el poema, ante todo, es un mundo y que todo poeta que se precie erige un mundo propio, en el que puede reconocerse. Por todos los caminos recalamos en la mirada, pues –así lo leemos en un verso de este libro- los ojos son ojos despiertos, pues sólo la vigilia atrapa los misterios que atesora la realidad, ya se trate del trazo del amor en una caverna prehistórica, las muchachas que bailan desnudas la danza del deseo o el olor de la luna. Allí, donde se eleve, siempre habrá una palabra que dé fe. Poesía, a fin de cuentas. Y Dolors Alberola la ha escrito y nos la entrega con la maestría que tiene acreditada y con la fuerza, portentosa sin duda, de su inspiración. Ella, que, como dijo Ana Sofía Pérez-Bustamante, vive en continuo éxtasis poético, sabe que a la poesía no le cuadran los términos medios ni, en otro orden de cosas, esa especie de áurea mediocritas con que la poquedad contemporánea busca asentarse en el jardín de Orfeo. Por eso –en palabras de Josela Maturana- sus poemas no defraudan jamás. Yo no sé si la poesía –como leí en un poema de Gabriel Celaya- es o no es un arma cargada de futuro, pero puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que la de Dolors Alberola apunta al corazón directamente y a dar, por supuesto.
Una curiosa y significativa diapositiva de las que, a lo largo del acto, se proyectaron.
Otro bello momento del acto celebrado ayer en la Escuela de Hostelería jerezana.
CELEBRO
No es frecuente ser el espectador de un diálogo perfecto o de la cara correspondencia entre las artes. Ayer tarde-noche, la música verbal de Dolors, la música divina de Bach y la música literaria de Domingo, invadieron la capilla interior del músico frustrado que cultivo con una pasión poco conocida. Escuché la lección del ojo, recorrí la mirada que pinta y sentí la nota necesaria y precisa que el triángulo contempla: el agua, el fuego y la poesía. Saludos y un puñado de vocales.
Álvaro [Quintero], por e-mail
El acto se desarrolló con gran brillantez, tanto por la calidad de los versos como por el virtuosismo de los músicos.